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Libros
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Javier Cercas y el viaje hacia los otros

‘El loco de Dios en el fin del mundo’ es un viaje hacia la comprensión de los otros. Nos engañaríamos, creo yo, si no nos diéramos cuenta de que Cercas ha comprendido también algo esencial sobre sí mismo

Peregrinos llegan a la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, el 6 de mayo de 2025.
Juan Gabriel Vásquez

No sé con precisión cuándo perdí la fe de mis padres, esta religión católica en cuyo mundo crecí y en la cual me educaron, pero sé que esa pérdida no ocurrió de golpe, como una revelación o una decisión consciente: fue más bien un lento desencanto, parecido a lo que pasa cuando comprendemos poco a poco que un amigo no es quien dice ser. Tampoco fue una decisión política. Mi ateísmo no fue consecuencia ni mucho menos requisito de una ideología, como ocurre con frecuencia, por ejemplo, en el marxismo: conozco a más de un antiguo comunista que renunció a su ideología cuando descubrió que se parecía demasiado a una iglesia, con sus intransigencias y sus sectarismos, sus cultos de la personalidad, sus intentos por legislar el fuero interno de la gente, sus supersticiones y sus dogmas. En una novela de John Updike se cuenta el momento en que un reverendo presbiteriano siente que su fe lo ha abandonado. “La sensación fue clarísima”, escribe Updike: “una rendición visceral, un conjunto de burbujas oscuras y chispeantes que escapaban hacia arriba”. No, nada parecido me ocurrió a mí. Un buen día de mi temprana adultez, después de meses de intuir lo que estaba sucediendo, me desperté con la aceptación tranquila de que en algún momento había dejado de creer.

La fe de los otros ha sido desde entonces un misterio. Con frecuencia la envidio, porque me doy cuenta de que tiene efectos benéficos sobre vidas atribuladas, como las tenemos todos en algún momento, y otorga certidumbres y sosiegos que yo nunca conoceré; pero a menudo le temo, porque la religión, igual que la ideología, tiene la extraña capacidad de hacer que alguien esencialmente decente le desee el mal o le haga daño a otra persona. Pero, al contrario que otros ateos, a mí me gusta hablar de su fe con los que la tienen, siempre y cuando no cometan el error de tratar de convertirme: no hay nada más molesto que hablar con un misionero. Yo puedo ser un ateo radical, pero no militante: ya no me interesa convencer a nadie de nada, a menos que me lo pidan o que se trate de una genuina discusión de persuasiones. Pero esto es cada vez más difícil, porque hemos perdido la saludable costumbre de poner nuestras convicciones a prueba; y cada vez vivimos más atrincherados en ellas, cada vez vivimos con más miedo de los que no piensan como nosotros. Tal vez sea cosa de la vida en las redes sociales, pero a veces tengo la impresión de que el mundo se ha llenado de fundamentalistas de su pequeña identidad restringida, encerrados en sus burbujas, listos para condenar y mandar a la hoguera a quien se aparte dos centímetros de su tabla de valores.

Por todo lo anterior, leer El loco de Dios en el fin del mundo, el último libro de Javier Cercas, fue como una de esas conversaciones que se echan de menos, lo cual, por supuesto, es lo que todo buen libro debería ser. Se trata del viaje que hace un ateo radical con el papa Francisco, y su único objetivo, el particular rosebud de este libro, es preguntarle al representante de Dios por el dogma católico de la resurrección de la carne. Cercas no tiene un interés teológico, aunque eso para mí bastaría: como racionalista irredento que soy, y tras largos años de estudiar el cristianismo y su funcionamiento, no me cabe la menor duda de que la resurrección de la carne es una ficción; como novelista que soy, no pierdo nunca el interés en las razones por las que una persona cualquiera puede creer en ella. Digo bien: una ficción, no una mentira. Porque se me ocurre que los católicos saben en el fondo de su alma que las leyes de la biología, la física y la química no se suspenden sin más explicación para ellos; pero deciden creer –o, como dice Coleridge acerca de los artificios de la literatura, suspender voluntariamente la incredulidad– por mil razones que tienen que ver con la complejidad, la infinita complejidad de lo que somos.

Cercas no tiene un interés teológico, digo; su interés es mucho más urgente, porque es meramente humano. Cercas quiere preguntarle al papa si es cierta la resurrección de la carne para poder llevarle a su madre, que ha enviudado, el mensaje tranquilizador de que volverá a ver a su marido en el cielo. Nadie que haya crecido en una familia católica, nadie que haya convivido desde que se despierta el entendimiento con la importancia que esos dogmas tienen para la gente que queremos, puede leer estas páginas sin un estremecimiento. Sí, yo puedo ser laico militante (en esto sí hay militancia: porque el laicismo es político, y yo no quiero que la religión de nadie se meta en la vida de todos), y nunca renunciaré a la crítica de las diversas corrupciones de la iglesia católica y su tolerancia con ciertos crímenes intolerables; pero he comprendido con los años dónde nace y por qué se mantiene cierto tipo de fe, y he comprendido también que hay muchas cosas que no he comprendido. Y algunas de ellas se sugieren en este libro.

Y mientras tanto, mientras avanza en el viaje y se acerca el momento en que el papa le conceda a Cercas esa breve audiencia de algunos minutos para resolver, nada más y nada menos, el ingrediente sin el cual la iglesia católica dejaría de existir, el libro traza un perfil de Francisco, del Vaticano y del lugar de la religión católica en este mundo nuestro. Y el resultado es tan generoso, tan lúcido y tan empático que sólo lo habría podido escribir alguien como Cercas: ateo, anticlerical y racionalista contumaz. Su retrato de Francisco, sobre todo, tiene todos los matices, todas las zonas grises, que esperaríamos de un buen novelista. Ahí está Francisco, el hombre genuinamente humilde que quiso enfrentarse a las costumbres más malsanas de una iglesia que tiene muchas; ahí está también Francisco, el hombre que justificó (para mi infinita decepción) los crímenes de Charlie Hebdo; ahí está el que se ha granjeado el odio de las nuevas derechas, de Milei a los trumpistas, y es imposible no pensar cuánto dicen de nosotros nuestros enemigos. En fin: ahí está un hombre ambiguo, mejor que muchos (y mejor que todos los papas de mi vida), encargado de una tarea imposible.

El loco de Dios en el fin del mundo es un viaje hacia la comprensión de los otros. Nos engañaríamos, creo yo, si no nos diéramos cuenta de que Cercas ha comprendido también algo esencial sobre sí mismo.

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Sobre la firma

Juan Gabriel Vásquez
Nació en Bogotá, Colombia, en 1973. Es autor de siete novelas, dos libros de cuentos, tres libros de ensayos, una recopilación de escritos políticos y un poemario. Su obra ha recibido múltiples premios, se traduce a 30 lenguas y se publica en 50 países. Es miembro de la Academia colombiana de la Lengua.
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