Proceso penal y filtraciones: el desafío de repensar el control de la investigación
La filtración de antecedentes reservados en el proceso penal compromete severamente la eficacia de la investigación y puede lesionar legítimas y razonables expectativas de dignidad e intimidad de imputados, víctimas y terceros ajenos al proceso

De un tiempo a esta parte, a propósito de investigaciones penales de impacto público, se ha generado una comprensible preocupación por sucesivas filtraciones de información obtenida con ocasión de medidas intrusivas solicitadas por el Ministerio Público y otorgadas por jueces de garantía. Ello ha motivado que la Fiscalía Nacional adopte medidas de corte istrativo y propuestas más específicas en el ámbito normativo orientadas a reforzar la supervisión judicial en el a la información. Paralelamente, se debaten iniciativas tendientes a reforzar la relevancia penal de conductas que vulneran el deber de secreto por parte de quienes están sujetos a dicha obligación y el rol de los intervinientes, en particular de los querellantes. Desde luego, debemos ser cuidadosos de no caer en la tentación de desplazar deberes de reserva penalmente tutelados a quienes, en principio, no les es exigible esa responsabilidad, a saber, los periodistas y medios de comunicación.
Con todo, resulta necesario hacernos cargo de otros desafíos que, siendo de menor visibilidad mediática, demandan una aproximación más sofisticada, en tanto dicen relación con cuestiones estructurales y sistémicas de las indagatorias criminales.
La filtración de antecedentes reservados en el proceso penal tiene un doble impacto: por una parte, compromete severamente la eficacia de la investigación y, por otra, puede lesionar legítimas y razonables expectativas de dignidad e intimidad, tanto de imputados, como víctimas y terceros ajenos al proceso. Este efecto puede producirse, incluso, con prescindencia de que la investigación esté sujeta a reserva, en la medida que se filtra información que no guarda relación con los hechos penalmente relevantes investigados. Para comprender la magnitud del problema, es imprescindible considerar que las nuevas tecnologías permiten alojar, en pequeños dispositivos, prácticamente toda la historia vital de una persona. Aún más: en tales aparatos, como un teléfono móvil, tablets o laptops, es posible almacenar no sólo información privada de su titular (mensajes, fotografías, videos, antecedentes clínicos, conversaciones, etc.), sino de terceros con quienes éste se comunica o relaciona. Huelga decir que sólo una ínfima porción de dicha información tiene relevancia penal en una investigación, pues las personas —incluso cuando cometen delitos—, hablan, escriben, conversan y expresan ideas que no guardan relación con actividades ilícitas. Como dijo en su momento la Corte Suprema de EE. UU. (Riley v. California, 2014), “…antes de los teléfonos celulares, la búsqueda de una persona estaba limitada por las realidades físicas y, en general, tendía a constituir solo una intrusión estrecha en la privacidad (…) pero la posible intrusión en la privacidad no se limita físicamente de la misma manera cuando se trata de teléfonos móviles, (…) los que contienen todas las privacidades de la vida”.
Este fenómeno constituye un cambio de paradigma frente al cual el proceso penal debe estar atento. Y ello exige reflexionar sobre algunas cuestiones que merecen ser repensadas o matizadas desde una dimensión normativa y de cultura institucional. Pese a la amplitud y múltiples aristas, hay algunos puntos que nos interesa destacar.
El primero dice relación con la comprensión del rol institucional de la judicatura de garantía. Nos parece que el arquetipo de la ‘imparcialidad’ que describe al juez de garantía como un simple tercero gestor de intereses y ajeno a la controversia, debe ser revisada por una idea más acorde con su misión de controlar efectivamente la investigación y sus contornos. A diferencia de lo que sucede en el juicio oral, donde será evaluada información conocida por las partes —por ello existe una audiencia previa para su filtro—, en la fase investigativa se busca información que será necesariamente cambiante, la que debe contar con autorización del juez de garantía tratándose de medidas intrusivas. Información, además, que no se conoce y que puede resultar distinta a lo que se quiere o pretende obtener; actividad, que suele desplegarse aun antes de que el imputado sea formalizado o siquiera sepa que se le está investigando.
Por lo mismo, se requiere de los jueces de garantía el ejercicio de un test de pertinencia de la información que entra al proceso durante todas sus etapas, desde el comienzo (no sólo en la audiencia de preparación del juicio oral), incluso antes de la formalización. Esto es particularmente relevante tratándose de medidas investigativas que por su naturaleza exponen toda la vida íntima de un ciudadano, desbordando con creces los hechos sometidos a una investigación criminal. Este control incluye no sólo estándares limitadores en el otorgamiento de las medidas intrusivas, sino un control de relevancia y extensión (materias o scope) de la información que se obtiene durante su ejecución, así como su oportunidad, niveles de intromisión, plazos, etc. En suma, un modelo de control robusto de la investigación debería propender a que la judicatura de garantía adopte, por así decirlo, un cierto “compromiso epistémico” con ella, no con la finalidad de subsidiarla, sino para resguardar sus fines, tutelando los derechos y garantías de todos los intervinientes.
Otra cuestión, distinta de la anterior, aunque consecuencialmente vinculada, atañe a los alcances del deber de registro (inventario) que la ley impone a los fiscales del Ministerio Público, cuyo contenido debería estar condicionado por ese control de pertinencia de la información al que se aludía, además de su devolución y destrucción. Ello, desde luego, resguardando el derecho de la defensa y demás intervinientes en cuanto la posibilidad de contar con toda la información necesaria para desplegar sus estrategias. En esta esfera, es relevante destacar que el principio de publicidad del proceso penal no es un valor absoluto, por lo que sus alcances deben conjugar las exigencias del respeto a las garantías, el resguardo de la eficacia de la persecución penal y el legítimo escrutinio público en una sociedad democrática. Al final, publicidad y exhibicionismo no son sinónimos.
Finalmente, parece también necesario revisar las normas que hoy permiten la interposición de querellas, considerando que la función persecutora en un sistema acusatorio está confiada primordialmente al Ministerio Público. Esa laxitud extiende en demasía la órbita de personas que acceden a los antecedentes investigativos y, además, produce incentivos para la instrumentalización del proceso penal con fines que le son ajenos.
En conclusión, nos parece que el complejo escenario actual debería convertirse en una oportunidad para impulsar una deliberación que, más allá de la anécdota, permita repensar ciertas cuestiones con el objetivo, precisamente, de reforzar las garantías fundamentales y la eficacia persecutoria de nuestro proceso penal.
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