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OPINIÓN

Atrévete a sentir

La búsqueda de lo sublime en tiempos de escepticismo e igualdad se difumina La alternativa es el peligro de retroceder

Ilustración de Fernando Vicente.

1. ¿Podemos sentir, pensar y representar lo sublime en la actual época de la cultura? La etimología latina de "sublime" (sublimis) señala lo muy alto y "sublimar" indicó al principio levantar o elevar. ¿Existe hoy una literatura de estilo elevado? ¿Sería imaginable algo semejante a la antigua epopeya homérica o a una tragedia griega protagonizadas por héroes míticos que, según la preceptiva aristotélica, se caracterizan por ser superiores a nosotros, las personas reales? Muchos tenderían a pensar que no. Vivimos una hora en la que la simple mención de lo sublime suscita en la mayoría un mohín de escepticismo, cuando no una palabra de sarcasmo. El cinismo ambiente ha desterrado del mundo contemporáneo la mera conjetura de lo grandioso, pues así precisamente se define lo sublime: como lo grande, eminente, excelso, de elevación extraordinaria. La presente etapa de la cultura, desertora del ideal, habría quedado inhabilitada para tan subido sentimiento porque el igualitarismo democrático impone una nivelación general que lo excluye. Al homo democraticus le sería dado disfrutar de las cosas sublimes producidas por los clásicos de nuestra gloriosa tradición cultural —en una relación arqueológica o anticuaria con ellas—, pero ya no crearlas. Eso ya no, salvo acaso una sublimidad rasamente cuantitativa, como esas colosales obras de la arquitectura moderna o la iración ante las extensiones impensables del universo con sus millones de millones de estrellas y galaxias que estudia la astrofísica. Pero una cualitativa, concebida como grandeza moral y estética, se nos antoja hoy muy poco convincente.

Ahora bien, ¿y si la inveracidad de lo sublime a los oídos contemporáneos respondiera a causas accidentales, adventicias? Ojalá sea así porque sin ese anhelo de elevación hacia lo óptimo las culturas se empobrecen sin remedio. Cada época propone un ideal —griego, romano, medieval, renacentista, ilustrado, romántico— que, como expresión cimera de lo humano, seduce por su perfección, ilumina la experiencia individual y moviliza el entusiasmo latente haciendo avanzar al grupo en una dirección. Una sociedad sin ideal —y lo sublime es una forma de ideal— está condenada fatalmente a no progresar, a repetirse y a la postre a retroceder. Nada prueba la incompatibilidad esencial entre la democracia y un ideal sublime. Quizá sólo exista con la versión distorsionada que de ese ideal ha depositado a las orillas del presente las oleadas de la historia, de suerte que, restituido a su significado original, se hallaría en condiciones de fecundar nuestra cultura tanto como lo hizo en las anteriores y agitar positivamente las fuentes de un entusiasmo por ahora reprimido y a la espera de su momento propicio.

2. Durante la Antigüedad lo sublime es una variedad de lo bello. La belleza se asocia primeramente a las cosas dotadas de forma, justa medida y proporción. Pero también le son propios el éxtasis, el hechizo o el rapto que suscita lo sublime. En el diálogo platónico Ión, Sócrates contrapone la técnica y ese don inspirado por un dios que entra en el poeta, se apodera de él y le hace componer versos de alta belleza, presa de furor y divino delirio, sobre temas de los que carece de conocimiento empírico. Los poetas no son otra cosa que intérpretes de los dioses; cuando poetizan se hallan fuera de sí y el alma les desborda de entusiasmo. De donde se sigue que el concepto formal de lo bello debe completarse con esa otra belleza de calidad sentimental que se compendia en la palabra entusiasmo, cuya etimología (en-thousiasmos) evoca justamente esa posesión divina.

En los primeros siglos de nuestra era, un desconocido profesor griego escribió el tratado de retórica Sobre lo sublime, atribuido a un tal Longino. Lo sublime es como una elevación y una excelencia en el lenguaje, aquella grandeza que gana siempre nuestra iración porque es digna de imitación y de perduración en las generaciones siguientes. “Es grande”, leemos en el tratado, “sólo aquello que proporciona material para nuevas reflexiones y hace difícil, más aún imposible, toda oposición y su recuerdo es duradero e indeleble. En una palabra, considera hermoso y verdaderamente sublime aquello que agrada siempre y a todos”. Este agradar universal (“siempre y a todos”) es obra de la naturaleza porque ella “hizo nacer en nuestras almas desde un principio un amor invencible por lo que es siempre grande”.

Durante la Antigüedad lo sublime es una variedad de lo bello. La belleza se asocia primeramente a las cosas dotadas de forma, justa medida y proporción

Esto vale para amar lo grande, pero ¿cómo crearlo? ¿Cómo produce el poeta una obra literaria sublime? Longino cree que el artista, además de poseer una depurada técnica (para el uso de figuras, la elección de palabras justas y la composición), ha de reunir además disposiciones intelectuales y sentimentales innatas, toda vez que “lo sublime es el eco de un espíritu noble”. El célebre capítulo 9 del tratado se refiere a esa “natural grandeza de espíritu” de dichos poetas: “El verdadero orador no debe tener un espíritu mezquino e innoble. Pues no es posible que aquellos que han tenido toda su vida hábitos y pensamientos bajos y propios de esclavos realicen algo digno de iración y de la estima de la posteridad. Grandiosas son las palabras de aquellos que tienen pensamientos profundos”. La segunda disposición innata es una pasión entusiasta y vehemente, una emoción “que respira entusiasmo como consecuencia de una locura y una inspiración especiales y que convierte las palabras en algo divino”.

En suma, grandes pensamientos (nobleza) y grandes sentimientos (entusiasmo).

Para la Antigüedad el mundo conforma un cosmos finito, cuya belleza reside en la limitación. Lo ilimitado, lo infinito son siempre sospechosos para el griego, porque remiten a una situación caótica, monstruosa, previa a la determinación de las leyes naturales. El arte no debe tratar de inventar nada, sino imitar la bella perfección de una naturaleza preexistente. Incluso para Longino lo sublime se integra en lo bello y se puede hablar con propiedad en él de una belleza sublime. Pero es cierto que en su tratado (capítulos 35 y 36) encontramos expresiones que parecen subvertir este orden clásico porque sugieren la insuficiencia de la naturaleza para un poeta inflamado que, “abandonando las fronteras del mundo”, alcanza una grandeza supranatural que, a pesar de su imperfección, es sublime. Aquí se apunta la posibilidad de una sublimidad antibella y antinatural, sin imitación, que la modernidad, leyendo a Longino a su conveniencia, convertirá en canónica.

'Sin título', 1969.

3. Longino llegó a la Europa moderna, tras siglos de olvido, por la traducción de su tratado que en 1674 hizo el académico francés Boileau-Despréaux. Pronto se apropió del concepto el pensamiento inglés, que lo trasplantó desde los dominios de la retórica, su lugar original, a los de la psicología de las artes visuales. Para Addison, en window._taboola = window._taboola || []; _taboola.push({mode:'thumbs-feed-01',container:'taboola-below-article-thumbnails',placement:'Below Article Thumbnails',target_type:'mix'});

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