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Filosofía
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La hospitalidad del alma

La espiritualidad encarnada, más allá de los rituales, se llama dulzura, y es también una forma de resistencia en un mundo que nos empuja hacia la dureza

Ilustración de Patricia González del cuento 'Pan con aceite y miel'.

En tiempos de recogimiento como la Semana Santa, cuando el calendario nos ofrece una pausa —para creer, para contemplar, para simplemente respirar más lento—, me pregunto: ¿Cómo se habita el mundo interior? ¿Qué sentido tiene hoy la espiritualidad, más allá de los rituales? ¿De qué manera la espiritualidad nos habla de una forma de vivir? Esta meditación es una invitación a pensar en una forma de espiritualidad encarnada, que yo llamaría dulzura. Una manera de vivir desde adentro hacia afuera, con fuerza serena. Una forma de hospitalidad del alma: recibir al otro y a la vida misma con presencia, cuidado y delicadeza.

A veces, la espiritualidad se nos desvanece fuera de lo cotidiano, como si perteneciera a un plano separado de la vida real. Pero también puede ser una elección: una forma de habitar el mundo con conciencia, con lentitud, con gracia. ¿Qué tal si la espiritualidad también puede ser una vida dulce?

Dulzura es un término que solemos reservar para describir un gesto amable o el sabor de una fruta, pero pocas veces lo consideramos como un estado del espíritu. ¿Cómo abrazar la dulzura no como una emoción efímera, sino como una disposición del alma, una manera de mirar, tocar y decir?

Últimamente, en conversaciones con amigos y colegas, me sorprendo deseándoles algo más que bienestar o éxito: les deseo dulzura. Tal vez porque intuyo que necesitamos rescatar esa virtud delicada y profunda, en un mundo que nos empuja hacia la dureza. ¿Elegiremos la nobleza de la dulzura o permitiremos que las asperezas del tiempo nos tornen amargos?

La palabra dulce proviene del latín dulcis, que significaba “agradable” o “suave”. En el latín clásico, esta dulzura podía describir -como hoy- tanto un sabor como una sensación, una melodía o incluso un carácter amable. La dulzura, entonces, siempre ha estado ligada a aquello que envuelve, que sosiega, que consuela. Pero más allá del gusto, dulcis es un símbolo de algo que trasciende lo físico: un estado que conforta tanto al cuerpo como al espíritu.

En nuestro tiempo, la dulzura parece subestimada. Se la confunde con fragilidad o ingenuidad, cuando en realidad es un signo de fortaleza y profundidad. Vivir dulcemente es mirar al mundo con una mezcla de gratitud, curiosidad y compasión. No es negar lo difícil, sino enfrentarlo con una actitud que transforma lo agrio en aprendizaje, lo duro en sabiduría.

El filósofo Emmanuel Lévinas decía que el rostro del otro nos interpela, nos exige una respuesta ética, antes incluso de que podamos pensarla. La dulzura, en ese sentido, no es solo una emoción, sino una forma de estar frente al otro sin herir, sin dominar, sin exigir. Es una manera de mirar, de hablar, de habitar la relación humana con cuidado. Una ética de la presencia que no avasalla. Una verdadera hospitalidad del alma.

La dulzura también requiere atención plena. Nos invita a observar el mundo con detenimiento: el canto de un pájaro, el aroma de un café recién hecho, las palabras que usamos en una conversación. No es una elección grandiosa ni heroica; es la acumulación de pequeños actos de cuidado y gratitud que nos devuelven al presente. Desde esta pausa reflexiva, la vida se vuelve más plena, más auténtica. Más sagrada.

Me refiero a esta forma de vida, no solo como un acto personal, sino también como una manera de vincularnos con los demás. Martha Nussbaum nos recuerda que las emociones positivas, como la gratitud y el asombro, no solo nos transforman a nosotros, sino también nuestras relaciones y comunidades. Al elegir la dulzura, invitamos a quienes nos rodean a hacer lo mismo. La dulzura es contagiosa; es un legado silencioso que dejamos en nuestros encuentros, en nuestros gestos, en la manera en que miramos el mundo.

El opuesto de la dulzura, que es la amargura, no llega de golpe; se filtra lentamente, a través del resentimiento, las expectativas frustradas y los pequeños agravios que acumulamos. Es una especie de mezquindad del alma que, si no nos cuidamos, nos aleja de nuestra capacidad de conectar con los demás y con nosotros mismos.

Por eso, elegir la dulzura es un acto de resistencia. Es decidir que nuestras experiencias, por más difíciles que sean, no definirán la textura de nuestro espíritu. Es resistir el cinismo y la dureza que tantas veces intentan imponerse en nuestras vidas. Es una ética de la atención, del cuidado, de la ternura. Un compromiso con una vida espiritual encarnada en los gestos pequeños. Una vida que reconoce, que agradece, que acoge.

En este tiempo, para muchos reflexivo y espiritual, invitemos a la dulzura a ser nuestra forma de fe, de silencio, de resurrección íntima. Que nos ayude a mirar la vida con cordialidad —con los ojos del corazón—, a encontrar belleza en lo cotidiano, a reconocer al otro; y a transformar nuestra visión del mundo para crear esperanza. Porque la dulzura, como la hospitalidad, no se improvisa: se cultiva con paciencia, con presencia, con valentía.

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