El parrillero y la luna
Cocinar es un oficio y las estrellas Michelin a veces confunden


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El periódico que está leyendo en este preciso instante acaba de cumplir 49 años, así que se encamina a una fecha dorada que habrá de celebrarse. Y todo gracias a usted y a quienes se forman, informan o entretienen con él, tal es la trinidad del buen periodismo. Así nos lo decían hace años, muchos, a quienes empezábamos con la pluma. Y también nos decían otra cosa: que por más que entrevistáramos a presidentes, nos codeáramos con ministros, actores, cantantes o cualquier otro famoso, esto, el periodismo, no era más que un oficio, a nadie le diera mal de altura. Cada vez que escucho o leo la palabra chef me acuerdo de aquel consejo. Y de un chiste infantil: era un hombre tan pequeño, tan pequeño, que se subió a la acera y dijo: la Tierra es mía.
Poco más o menos es lo que le ha pasado al parrillero Arturo Rivera, menudo historión. El hombre trabajaba en una taquería de la Ciudad de México, El Califa de León. Al calor de la plancha donde se doran los deliciosos tacos de gaonera, exquisito corte de carne de estas tierras, se crio el muchacho, nunca salió de allí y lo que sabe de cocina, allí lo aprendió. Pero hete aquí que llegan los señores de la guía Michelin y premian al establecimiento y al parrillero. Tan ajeno estaba el pobre Rivera a este reconocimiento mundial, que al oír aquello de Michelin pensó que había ganado un par de ruedas para el coche. Y qué va: chef honoris causa, nada más y nada menos, con su filipina y todo, que así es como llaman a la chaquetilla de los cocineros.
Un buen día le fue a buscar un representante que le ofreció “el sol, la luna y las estrellas” y se largó del local antes de que el galardón cumpliera un año. Se siente estafado. No sabía que su destino iba a ser otra taquería sin reconocimiento alguno, dónde gana el 20% de lo que vende. Y encima no puede hacer uso publicitario de su imagen de chef. Pues vaya negocio. Pobre Rivera. Se engolosinó. Se tiró al postre antes de pasar por la sopa de tortilla. Chef. Qué cosas, diría el parrillero.

Los chefs llevan ya demasiado tiempo de moda. Y nadie les quita el mérito, la innovación culinaria ha sido irable en los últimos lustros, un aporte cultural de primer orden, sin duda. Pero se han subido a la luna y no hay quien los baje. La Tierra es suya. Y no hay Dios que quiera llamarse cocinero, los chefs son los protagonistas de sus locales, únicos, exclusivos, sin que les haga sombra ningún cliente, habrase visto. Michelin no tiene bastantes estrellas para ellos, famosos, adinerados, archimencionados, adorados. Muchos han ardido en esa hoguera, Rivera el primero, sin saber siquiera que quemaba. La alta cocina ha cobrado tanto esplendor que los medianos del oficio también gustan de poner su nombre de autor en el menú. Se han olvidado de que la cocina, como el periodismo, es solo eso, un oficio. Y algunos, siempre más los cabos que los generales, se permiten indignarse con el cliente si no come lo que tiene que comer, si pide llevarse a casa lo que ha sobrado o al magín le da ese día por maridar con un vino inadecuado.
Detrás de todo ello está el poderoso caballero, don dinero. Las cocinas en muchos lugares del mundo, Europa, por ejemplo, siempre fueron cosa de mujeres, pero cuando el asunto empezó a dar dinero y celebridad, es decir, cuando en lugar de ser la trastienda del restaurante pasó a ocupar el espacio público con letras doradas, los hombres se subieron al tren y no se han bajado. Dicho sea de paso.
Lo ocurrido al parrillero Rivera, que poco o nada sabía del estrellato, de lo contrario lo habría negociado mejor, cabe también atribuírselo a la Guía Michelín, que sembró el desconcierto hace un año al repartir por primera vez sus galardones en México a cerca de una veintena de establecimientos. Entre ellos El Califa de León. Que la taquería tiene historia, sin duda, que ha mantenido su calidad con el tiempo, también. Pero más allá de que se come estupendamente en el local, poco o nada tiene que ver con los establecimientos a los que la guía sa acostumbra a premiar. De ahí el desconcierto. Porque taquerías las hay muy buenas en México, y tabernas de deliciosas tapas en España, también, pero de ahí a la estrella Michelin hay un trecho, a menos que inauguren categorías distintas, como en los juegos olímpicos. Si el parrillero estaba a la altura de Bocuse, alguien debería habérselo dicho, para que hoy no se sintiera estafado. También cabe rasar por el otro lado y decirles a algunos chefs que una buena taquería es un lujo sin necesidad de ponerse estupendos.
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