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tribuna
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El mejor alcalde, ¿la Audiencia Nacional?

Un magistrado ha considerado que él y nadie más es el más indicado para investigar el apagón del lunes y ha iniciado el procedimiento judicial

Sede de la Audiencia Nacional.

Desde luego, Lope de Vega no pensó en la Audiencia Nacional cuando escribió la obra de teatro cuyo título remeda el titular de este artículo. El autor pensó que aquella función enseñara las virtudes de justicia material que tendría un rey, en la época juez de jueces, para corregir los abusos de un noble sobre un campesino. Puede que en aquel tiempo Lope de Vega no sólo anunciara algo de lo que mucho tiempo después se llamó lucha de clases, sino que también denunciara la justicia de los jueces de la época, llamados alcaldes por influencia árabe. De ahí deriva el término “alcaldada” para referirse, precisamente, a los abusos de poder de una autoridad.

El lunes se vivió en España un gravísimo apagón resuelto, visto con perspectiva, con bastante celeridad. Era inevitable que surgieran teorías de la conspiración acusando a unos y a otros, divertidos memes incluídos, apuntando, bien a la mala gestión, bien al sabotaje. Suerte que en esta época ya nadie se acuerda de los extraterrestres como posibles responsables. Pero lo que no era de esperar es que un juez de la Audiencia Nacional emitiera un auto en el que se atribuyera a sí mismo la competencia para investigar lo sucedido. Vayamos por partes.

Lo que ha hecho el juez, técnicamente, se llama “incoación de oficio de la instrucción penal”. Es una institución que supone que un juez de instrucción asume de propia iniciativa la investigación de los hechos sin que nadie se lo pida. Se trata de un evidente residuo del antiguo sistema inquisitivo, cuyo nombre derivaba, precisamente, de la Inquisición canónica instituida en 1215, y que permitía a aquellos alcaldes —los antiguos jueces— hacer y deshacer en la investigación de un proceso penal sin encomendarse absolutamente a nadie, salvo a su propio criterio, creando la situación que se describe magistralmente en El proceso, donde Kafka narra cómo era precisamente un proceso inquisitivo en su país en pleno siglo XX.

La incoación de oficio ni siquiera está prevista en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, pero tampoco está directamente prohibida, lo que ha servido a los juristas a lo largo de las décadas para buscarle una apoyatura legal aparente aquí y allá. Lo cierto es que se ha utilizado, aunque poco, pero ahora mismo llevaba tiempo sin asomar la nariz porque, aunque el Tribunal Constitucional haya pasado de puntillas sobre la cuestión, la institución tiene unos evidentes problemas de constitucionalidad que la hacen completamente descartable, al menos en nuestro entorno jurídico-cultural, donde ya fue superada hace tiempo.

El primer problema es con el derecho al juez imparcial. Cuando nadie le pide a un juez que abra actuaciones, y decide hacerlo él mismo, con seguridad tiene una motivación para hacerlo. Y esa motivación no puede ser que lo haya leído en la prensa, y mucho menos que lo haya percibido en sus carnes, puesto que en ese caso la imparcialidad, como es obvio, se anula totalmente. Un juez no puede levantarse repasando la prensa a ver qué caso instruye hoy, puesto que las sospechas de tener una inclinación personal serían evidentes. Y la imparcialidad es, precisamente, una cualidad imprescindible del juez en la que son irrenunciables las apariencias, como señala desde hace décadas el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Pero siendo grave lo anterior, más todavía lo es la colisión de la incoación de oficio con otro derecho fundamental importantísimo, pero menos conocido y de nombre algo alambicado en España: el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley. Dicho derecho garantiza que la competencia de un juez la determina la ley, y no el propio juez, y no para un caso concreto, sino de manera general. Y no una vez que han sucedido los hechos, sino con carácter previo.

Pues bien, en el caso en cuestión, el juez de la Audiencia Nacional ha decidido que él, y ninguno de sus compañeros, es el más indicado para investigar estos hechos. Cuando se formula una denuncia —o un atestado policial—, o una querella, esos escritos se entregan a un juez u otro de la misma categoría con criterios en los que entra en juego el azar, para evitar que nadie pueda pensar que se le atribuye un caso concreto a un juez específico, quién sabe por qué razones. No debe quedar duda sobre esa atribución de competencia, y en cambio la incoación de oficio disipa toda duda, puesto que rompe por completo todas las garantías que sustentan el contenido esencial de este derecho fundamental, y que ya han sido explicadas en el párrafo anterior.

La presente es, por tanto, una ocasión propicia para que este auto sea anulado por la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, desterrando por fin a la incoación de oficio de nuestro ordenamiento jurídico. Desde luego, ello no descarta que la fiscalía presente querella por estos hechos si aprecia caracteres de delito. O incluso que un actor popular presente la querella, en tanto en cuanto no se expulse definitivamente de nuestras leyes esa aberración jurídica insólita en el mundo —la acción popular—, y de la que ya me ocupé en otro artículo en este mismo diario.

Pero quizá también es el momento para plantear, una vez más —y ya son muchas—, la abolición de la Audiencia Nacional, ese conglomerado de tribunales con origen —no con presente— innegablemente franquista en el Tribunal especial para la represión de la masonería y el comunismo, nacido en 1940 y que ha perdurado recauchutado hasta hoy con diferentes denominaciones por avatares históricos no siempre confesables pero que, por pura memoria histórica, convendría dejar atrás. Nuevamente, no hay nada parecido a la Audiencia Nacional en los países de nuestro entorno jurídico-cultural.

Además, la Audiencia Nacional, por los casos de que conoce, tiene el inconveniente de favorecer que algunos de sus jueces, si les asaltan rechazables deseos de ser mediáticos, lo consigan. También sería un buen momento para hacer una reflexión acerca de cómo se considera técnicamente la excelencia de un juez en orden a su ascenso. Debería primar la objetividad en la valoración de su labor, y criterios hay para ello que apenas se tienen en cuenta. Quizás así menguarían esos deseos, que se han observado en ocasiones, de hacerse con causas mediáticas. A lo mejor así también dejaríamos de leer algunas resoluciones en algunos casos que interesan al gran público, que se alejan del rigor jurídico y se acercan a la ficción literaria, como ha sucedido, en ocasiones, en los últimos años. Pero esa es otra cuestión.

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