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Tribuna
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¿Universidades politizadas o caricaturas de revolución?

Desde hace más de 15 años, las principales universidades estatales han venido siendo transformadas en trincheras de ciertas agrupaciones políticas

Estudiantes universitarios en su aula.

Desde hace más de 15 años se observa en nuestro país que las principales universidades estatales -u otras que no siéndolo poseen una larga trayectoria- han venido siendo transformadas en trincheras de ciertas agrupaciones políticas. Ello coincidió inicialmente con el fracaso político y la falta de proyecto de las izquierdas. Por ende, el volcarse hacia las universidades, con el fin de reclutar adherentes y autofinanciarse, fue la alternativa que encontraron las izquierdas para contrarrestar el desarraigo social que experimentaron en el ámbito poblacional, sindical y en buena parte de la opinión pública.

Que las universidades, estatales o privadas, en tanto espacios reflexivos y plurales, permitan la formación y la participación de agrupaciones políticas es algo perfectamente tolerable. Pero que esas mismas agrupaciones pretendan un control hegemónico de la institución universitaria tiene otro tipo de implicancias, nocivas para la diversidad y la pluralidad de pensamiento, credos y concepciones de la realidad. Por ora parte, es cierto que la politización, unido a una excesiva sobreideologización, no sólo se experimenta en las universidades estatales sino que se da en otras instituciones privadas, por parte de agrupaciones religiosas y fuerzas políticas de derecha.

En Chile existe una abundante y documentada bibliografía que describe el uso maniqueo de las movilizaciones por pare de camarillas de académicos -que aspiran a un mejor posicionamiento, desplazando a ciertos grupos- en colusión con organizaciones estudiantiles. En ella se alude a la experiencia de quienes fueron actores protagónicos de las movilizaciones secundarias de 2006, que pasaron a ser dirigentes universitarios en 2011 y que se constituyeron en una nueva élite, al grado de llegar a ocupar en la actualidad posiciones de poder en el gobierno y en el Congreso Nacional, e incluso definir los destinos de la educación en los diferentes niveles. Los estudios realizados, unidos a los testimonios de autoridades, académicos y de sus egresados, coinciden en afirmar que la frecuencia de movilizaciones, que hace rato que dejaron de ser solo de estudiantes, ha traído consigo una degradación institucional que amenaza la sostenibilidad y la proyección de varios centros universitarios.

A ello se agrega la tensión financiera que experimentan las universidades al tener que combinar autofinanciamiento, dentro de un sistema cada vez más competitivo, con las presiones internas de verdaderos grupos de interés corporativos. La degradación institucional se reconoce, hoy, a través del permanente cuestionamiento que sufren las autoridades electas, el desconocimiento y la vulneración de la normativa interna, de parte de académicos, funcionarios y estudiantes, así como en la validación de funas y toda clase de linchamientos públicos. Y se reconoce en los daños irreparables en la formación de generaciones completas de estudiantes, debido a las prolongadas paralizaciones.

Cada generación de estudiantes se encandila con experiencias y procesos históricos, de los cuales poco sabe, o de los que existe escasa documentación, como ha sucedido con la reforma universitaria impulsada desde mediados de los años 60 hasta poco antes del golpe de Estado. Las distintas generaciones se amparan de una suerte de tradición oral, que deviene en una verdadera mitificación. Por lo demás, muchos de los propósitos que se trazaron las reformas universitarias de 1918 y de fines de los años 60 están más que logrados. Así ha ocurrido con la superación del carácter estrictamente elitista de las universidades, debido a la masificación y el establecimiento de vías alternativas de ingreso, o la relación más estrecha que existe entre docencia e investigación básica.

Pese a ello, se insiste en confundir el rol de las universidades con los del gobierno, al plantear que estas deben ocuparse de los problemas del país. Históricamente las universidades siempre fueron autónomas en el sentido estricto, al cultivar en ellas disciplinas cuya única finalidad era el conocimiento por el conocimiento, e incluso mantener tradiciones de pensamiento promovidos desde la antigüedad. Ni hablar de la importancia que las propias universidades han otorgado a las artes y a las humanidades.

La politización que han experimentado las universidades ha estado lejos de derivar de ejercicios de tipo reflexivo o del uso de la razón. Desde 2018, las manifestaciones han sido cada vez más emocionales, además de marcadas por el uso de la fuerza y de la violencia, tanto física como simbólica. Si se intentara determinar, de manera seria, una auténtica incidencia política de las universidades, habría que presentar indicadores de frecuencia de sus académicos asistiendo a exponer en las comisiones del Congreso Nacional, o aportando con insumos para las políticas públicas. Por otra parte, en vez de desplegar sus demandas hacia los tomadores de decisiones, en el sistema político, estudiantes, funcionarios y académicos han trasladado el conflicto hacia dentro de las universidades, generando así una dinámica con ribetes autodestructivos. A su vez, se observa una actitud sumisa de las universidades estatales frente a las decisiones del actual Gobierno, cuyos impactos han sido más perjudiciales que en las dos istraciones de derecha de los últimos 15 años.

En seguida, se suele plantear que las universidades deben ser agentes de cambio. En nuestro país, como en muchos otros, las universidades nunca cumplieron dicha función, como si la asumieron los partidos -en especial al llegar gobierno- durante buena parte del siglo XX, al haber sido promotores de la modernización, la democratización y del cambio estructural. Fueron los partidos los que plantearon ideas de cambio, en el marco de sus propuestas programáticas, complementadas con el protagonismo que cumplieron sus cuadros técnicos al interior de esas organizaciones. Si las universidades fueran agentes de cambio, primero estarían obligadas a definir el tipo de transformación propuesta, poniendo nuevamente en riesgo la pluralidad de visiones acerca de esos procesos como de respeto a la tradición.

La politización y radicalización excesiva al interior de las universidades ha sido también resultado de la condescendencia de sus autoridades. Es sabido que frente a ocupaciones y tomas, algunas autoridades han optado por alojar en las dependencias de la Universidad, con el fin de “protegerlas”. Más que cualquier protección o defensa de la Universidad, lo que ellas han demostrado, aparte de su debilidad, es temor y en cierto modo validación de esas formas de ocupación, en su mayoría realizadas a través del uso de la fuerza.

Max Weber decía que el activismo político era incompatible con la condición de científico y académico. Por su parte, Hannah Arendt sostuvo que la politización excesiva, en todos los ámbitos de la sociedad, fue siempre la aspiración de movimientos y regímenes totalitarios. Por ende, lo que se vive en las universidades no es, en rigor, una politización derivada del pluralismo y la diversidad de posiciones; por el contrario, es de un voluntarismo por imponer determinadas posiciones, políticas e ideológicas. A su vez, se vive una realidad disociada con el Chile real, al pretender promover visiones y prácticas que, cuan borrachera, terminan siendo nada más que “caricaturas de revolución”.

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