Los antiguos sistemas de conservación de alimentos o la importancia de una buena despensa
A falta de nevera y congelador toman valor otros métodos de conservar y almacenar la comida
Obtener alimentos ha sido siempre la prioridad de todo ser vivo, pero, a diferencia de otros animales, el hombre no solo puede conseguir comida del medio que habita, sino que es capaz de producirla, conservarla y transportarla para evitar el hambre del presente y de un futuro siempre incierto. Y todo ello sin necesidad de electricidad.
Los sistemas de conservación y de almacenamiento de la comida anteriores a la llegada de la electricidad, el transporte ferroviario y la revolución industrial con su arsenal de latas y conservas herméticas a principios del siglo XIX ocuparon buena parte del quehacer diario de nuestros antepasados desde el Neolítico. El grano llenaba los campos en verano, pero quedaba yermo en invierno. Los rebaños tenían las ubres llenas en la primavera, pero la leche apenas daba para amamantar a sus crías cuando llegaba el frío. El tiempo era un círculo de abundancia y miseria, esplendor y escasez, de manera que la supervivencia dependía de cómo se gestionaba una comida siempre escasa supeditada a la climatología, las enfermedades, las plagas o las guerras. Muchas de las revoluciones sociales que cambiaron el mundo, como la sa, fueron provocadas precisamente por las hambrunas causadas por la falta de previsión de los gobiernos frente a la escasez de cereal básico y la codicia de quienes gestionaban los silos de trigo. La comida abundante es la garantía de la paz social (ya lo decían los romanos: panem et circenses) y un arma de guerra muy poderosa. Las contiendas se ganan en la medida que se controla el suministro de alimentos. Lo sabía Napoleón, quien encargó al maestro confitero Appert las primeras conservas al vacío (en 1810 Peter Durand obtendría la patente del primer enlatado perfeccionado el trabajo del francés), era una obviedad para el Servicio Nacional del Trigo que intervino en España la producción triguera desde 1937 hasta 1971, y lo sabe de sobras Netanyahu. La abundancia es solo un espejismo pasajero, tal y como se demostró durante la pandemia o el 28 de abril de 2025, un lunes distópico sin Glovo en las calles.
Para minimizar los estragos de las variadas catástrofes que asolaban a la humanidad antes de la llegada de los camiones frigoríficos y los supermercados a rebosar, saber conservar y almacenar la comida en los lugares correctos era fundamental. Generalmente, en el medio rural, las casas solían tener una estancia fresca y aireada para guardar el grano, las cebollas y los ajos, los embutidos y las chacinas de las matanzas o las patatas.
Los hórreos gallegos y asturianos son un bonito ejemplo de esas construcciones que adornan el paisaje con la promesa de una comida a buen recaudo. Comida, que, por otra parte, había sido tratada previamente con algún sistema de conservación como el ahumado en lareira (hogar o chimenea en Galicia), el salado de las cacheiras y el unto, o el secado al oreo de los incorruptibles congrios. También las especias, los ácidos como el vinagre y el aceite permitieron alargar la vida útil de algunas carnes con sabrosos adobos o de pequeños pescados que se sumergían en deliciosos escabeches. Al hielo rara vez se recurría habida cuenta de la dificultad para conseguirlo a pesar de que existían neveros o pozos de hielo cuya propiedad y explotación solían estar en manos de los monarcas y nobles que sabían de su uso imprescindible para el pescado, las bebidas frías y los helados- postre de emperadores- o sus usos terapéuticos para las fiebres, hemorragias o contusiones.
Una despensa es el reflejo de un territorio y su ingenio conservero. Desde las ñoras murcianas, los tollos canarios (cazón seco), el almogote gomero con queso de cabra ajo, aceite y pimienta palmera, el lomo en manteca o en orza (forma habitual de conservar la carne tras las matanzas en Andalucía), las sobrasadas y las habas secas para las faves parades mallorquinas, las alcaparras en salmuera y las aceitunas partías con ajo, orégano y aceite del campo jienense, el tomàquet de penjar en las masías catalanas, la mojama de atún de almadraba gaditano y las huevas de maruca de Cartagena, la cecina leonesa de buey sayagués con su ancestral sistema de ahumado, la mermelada de naranja amarga sevillana y los turrones de almendra alicantinos que la miel compacta y conserva, el queso Gamoneu del puerto veteado por el penicilium en la oscuridad de una cueva, los limones ceutís a las anchoas de Santoña todo es producto de la inteligente gestión de los excedentes alimentarios además de un prodigio de sabor. Mucho antes de que todos estos productos llegaran a los ultramarinos y actuales supermercados formaban parte del paisaje de las despensas labriegas, las bodegas subterráneas que olían a vinagre y humedad (algunas recibían el nombre de bodegas de raíz por la acumulación de tubérculos y raíces que se conservaban en ellas) o las rudimentarias fresqueras con huevos y tocino, siempre suspendidas de alguna viga en un rincón oscuro de la cocina. Ya lo dice el refrán: “El que guarda halla”.
Por ello muchos de los platos que conforman el corpus de la cocina tradicional española están elaborados a partir de productos de despensa, es decir, alimentos no perecederos de los que se podía echar mano en cualquier momento: la ensalada murciana o mojete elaborada con tomates en conserva y cebolla, el bacalao a la vizcaína con pimientos choriceros, las migas de pastor extremeñas con pan asentado y embutidos, el ajoblanco malagueño y la mazamorra cordobesa con pan almendras y ajo, la sopa de ajos castellana, el ajopollo almeriense con patatas, ajo, pan y almendras, el atascaburras manchego con patatas machacadas en mortero, bacalao y nueces, la clotxa o bollo de pan de los vendimiadores de las Terres de l’Ebre relleno de arenque, tomate, ajo y cebolla escalivada. Comida muy básica a partir de ingredientes fáciles de conservar y trasportar que se unían a lo más abundante del entorno y la temporada. Cocina humilde de pastores trashumantes, arrieros, marineros, carboneros y gentes de toda condición que se reunían en los mercados para abastecerse y compartir, por ejemplo, un pulpo a feira —generalmente seco— cocido en perolas de cobre por las pulpeiras y regado con aceite, pimentón y sal.
Hoy en día contamos, además, con una cantidad ingente de latas y conservas de todo tipo que nos permitirían sobrevivir bien alimentados durante un periodo más o menos largo. Latas de pescado y marisco de calidad, legumbres excelentes, verduras recogidas y embotadas en las propias huertas de Navarra o La Rioja, salsas de tomate o para aderezar todo tipo de alimentos, como los mojos canarios y los romescos catalanes, frutos secos y confituras maravillosas para dar un toque gourmet a un buen queso. Toda la historia de la humanidad se resume en una despensa.
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