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La Jaula de los 3 Grillos, el restaurante donde todo tiene una historia

Cerca del puerto de Gijón se alza un local donde los recuerdos de distintas generaciones están en los platos y en las paredes. ¿Una enmienda a la totalidad al minimalismo moderno?

Javier Vallina, dueño de Los Tres Grillos, aprendiendo una receta de Adelita Buznego

La puerta parece un portal a un lugar donde el tiempo se detiene. Brotando de sus vigas de madera roja se entremezclan cientos de objetos de distintas épocas, cada uno con su propia historia. Algo vibra en esa quietud: es la vida detrás de cada mural, de cada dedicatoria que adorna paredes y mesas de este restaurante, La Jaula de los 3 Grillos. De entre toda esa amalgama de objetos aparece Javier Vallina, el artista responsable de esta cápsula del tiempo donde todo está integrado a pesar de las infinitas formas y colores.

Tiene la voz que hace falta para contar historias: profunda, calmada y brillante. Tras acompañar a la mesa, lanza una pregunta: “¿Es la primera vez que venís a mi casa?”. Si la respuesta es negativa, explica brevemente los platos más populares y el concepto: nada de florituras ni de presentaciones minimalistas, aquí se honra la comida de los hogares. La sorpresa llega después, menú en mano, porque abrir la carta es abrirle a él: sus páginas narran cómo cada elaboración llegó a su vida y –no sin esfuerzo– a su cocina; de personas, de lugares, de coincidencias. Poco a poco las piezas del puzle de este enigmático lugar empiezan a encajar: aquí se comparten historias. Muchas.

En La Jaula el conocimiento del origen de cada plato es un ingrediente invisible, pero tan importante como el punto de sal o el sabor: Javier sabía que no era lo mismo ofrecer tortilla de sardinillas que explicar el por qué, el cómo y el cuándo de la misma. El motivo es la empatía: lo mismo que a él le gustaría encontrar cuando se pone la gorra de comensal, lo ofrece aquí. Se percibe en el cariño puesto en el trato, en la música o en cómo te advierte de la contundencia de ciertos platos. Nada despunta; nada escasea, y en ese equilibrio el mundo exterior pasa a otro plano.

Un restaurante que no pasa inadvertido.

Historia de su propia historia

La idea empezó a materializarse hace más de treinta años, cuando Vallina –dueño entonces de una empresa relacionada con la construcción– visitó el negocio que acababan de abrir unos amigos. Era la primera vinoteca de Gijón y se llamaba La Farándula. Frente a él se alzaban las barandillas del piso superior, iluminado por una luz que se colaba por los amplios ventanales desde los que se podía atisbar el mar al fondo de la Calle Zamora. Con la emoción de quien descubre un tesoro, les dijo: “Si algún día saco adelante el proyecto de hostelería que siempre tuve en la cabeza, tendría que ser aquí”.

Tres décadas más tarde uno de los dueños de la vinoteca, le llamó para anunciarle que el local quedaba libre. Aquella información pilló por sorpresa a un Javier con el tiempo dividido entre la pintura y su negocio. “¿Y qué? ¿Qué me cuentas a mí con eso?”, respondió. Pero su amigo insistió, sobre el proyecto de un tipo de hostelería totalmente diferente del que les había hablado. No sólo le empujó él: su pareja de aquel entonces, conocidos, amigos, todos parecían decididos a que Javier diese vida a su idea. “Fueron tantas las presiones que dije ‘bueno voy a coger un año y un año voy a llevar las tres cosas, la pintura, la empresa y esto”.

El hecho de que Javier ofreciera desde los inicios una ventana a su mundo en la carta hizo que los clientes comenzasen a llevarle pequeños tesoros: cuando uno comparte, la generosidad regresa de vuelta. “Recuerdo la primera vez: llega una clienta y me dice que falleció el padre y que tienen en casa un montón de cosas”, se emociona Vallina. Así fue como a los cestos, sombrillas y hamacas que adornaban inicialmente el local se unieron teléfonos antiguos, grabadoras, libros y todo tipo de objetos, hasta convertirlo en el cuarto de maravillas que es hoy por hoy. Porque justo cuando la carga de trabajo comenzaba a ser insoportable y se debatía entre un proyecto u otro, una visita volvió a cambiarlo todo: su amigo se ofrecía a comprarle la “otra” empresa. Javier aceptó: “la mejor decisión que he tomado en los últimos 30 años”, recuerda.

Platos que son más que recetas

Los domingos de los ochenta, un local se convertía en el lugar de culto al que acudían los gijoneses en manada siguiendo el olor de sus ilustres calamares: la Cafetería Olympia. Javier les pidió la receta por primera vez con catorce años, no tuvo suerte y probó mil formas de hacer calamares para ver si daba con la tecla. “Estaban buenísimos, sí, sí, pero no eran esos calamares”, reconoce. Hasta que un buen día, los dueños de la cafetería –ya jubilados– le fueron a visitar. Luisina llevaba una bolsa blanca y le dijo, “¿Dónde tienes la cocina? Ahora vas a tener la receta que tanto me pediste”, y sacó un calamar y todos los ingredientes. Al día siguiente ya estaba en la carta: “Se vendió solo”.

Los calamares Olympia

Hay un plato que ha sobrevivido los ocho años en el menú: los torreznos, apodados “torreznos Benjamín” en honor a la primera persona que introdujo a Vallina en el arte de la panceta frita. Tiernos y recubiertos de una corteza crujiente, al estilo soriano, se sirven acompañados de huevos rotos y patatas. Casi dos décadas atrás, el cocinero descubrió este bocado en un lugar de Guijuelo al que fue a parar de casualidad. Les pidió la receta, pero hizo falta una segunda llamada años más tarde hablándoles del proyecto que tenía entre manos para que le revelasen el secreto. Tras un fin de semana aprendiendo a prepararlos en la propia cocina del restaurante salmantino, estaba listo para reproducirlos.

En el caso de los callos –plato que ahora se sirve fuera de carta pero que ha llegado para quedarse– tuvo que dirigirse a la cocina de Julia Manzano, tía de los chefs detrás del último restaurante de España en conseguir las tres estrellas Michelín, Casa Marcial. Cuando la noche gijonesa apretaba fuerte, la guisandera se encargaba de tener preparados unos callos para que su hijo y compañía –Vallina incluído– recuperasen fuerzas de buena mañana. La receta, igual que la de la carne Chucha y la salsa de las albóndigas, sólo la conoce Vallina.

Además de los fuera de carta habituales, una única vez al año y sin fecha concreta, hace su aparición el rara avis del restaurante: las cebollas rellenas, una elaboración con lista de espera propia. El motivo de su limitada oferta es la dificultad de su preparación, que incluye once horas de cocción hasta que las hortalizas quedan teñidas de un marrón oscuro y reducidas a su mínima expresión tal y como manda Marigeli Suárez, madre de estas cebollas y de la pareja de Vallina.

Este compartir le ha valido a La Jaula dos premios. La ya mencionada tortilla de sardinillas; que le enseñó a preparar Adelita Buznego, su creadora, horas antes de la inauguración del local, quedó finalista del concurso de tortillas de Gijón y medalla de bronce en el de Arroes y el vermut que le ayudó a preparar Quique –el laureado barman tras la barra de Soda 917– le llevó a ganar la Ruta del Martini en el 2019.

Condecorados o no, cada plato de la carta tiene la aprobación de la clientela, que ha ido confeccionándola sin saberlo a lo largo de los ocho años. Así, el “Foigras” de su amiga Bego sigue saliendo de cocina, mientras el requesón con anchoas y bonito fue tachado del menú al no levantar pasiones. Otros han tenido que desaparecer por ser inimitables, como la tortilla de Geli –la antigua cocinera– cuya receta jamás se consiguió replicar a pesar de haber sido explicada paso a paso (y ahora es un recuerdo más en el gran baúl de La Jaula).

Ensalada Txecorra aliñada con la mezcla de especias que Javier descubrió en su luna de miel en Creta

El rincón de la nostalgia

La sala y la carta invitan a recordar, y no han sido pocos los visitantes que han derramado alguna lágrima sobre el mantel tras degustar platos que les evocaban a su infancia. La primera fue una clienta que no pudo contener el llanto cuando, en medio de la cena, volvió a recordar a su madre con la vividez que sólo el olfato y el gusto pueden ofrecer. Sin saberlo, inauguró ‘El rincón de los llorones’, una pequeña mesa discreta a la izquierda de la barra destinada a los comensales con mayor sensibilidad.

El propio Javier forma parte de ese club, y se le empañan los ojos cuando recuerda la historia de uno de los platos estrella, la carne Chucha. Su tía abuela tuvo que inventar esta receta por necesidad ya que la carne que compraba y empanaba los lunes llegaba dura al viernes y no había manera de dársela de comer a los niños. “Un buen día, en vez de llevar la carne en la bandeja, la trae en una pota de estas redondas, abrió aquello y era una carne con salsa (...) y pasó de ser una receta que los adultos comían por responsabilidad y los niños por cojones, a un plato de referencia familiar”, explica.

El plato no llegó a tiempo de la inauguración del local; cuando Javier llamó a su tía para pedirle la receta de su madre se llevó el gran chasco: no la tenía. Tirando de recuerdos intentaron recrearla, pero la suerte no estaba de su lado y se dio por vencido Fue un tiempo después, al comentar Javier su pesar por no disponer de la receta a una hermana de Marichu, cuando esta pronunció tres palabras que cambiarían la carta para siempre: “la tengo yo”. Desde aquel momento la carne Chucha se pasea por el local de mesa en mesa.

Prendas antiguas obsequio de los clientes

Se suele decir que el hueco que deja lo que se va deja espacio para lo nuevo, pero esto no aplica a los objetos, que -aunque alguna vez sean recolocados- resisten juntos el paso del tiempo. Alrededor de los dieciséis metros de guirnalda de ganchillo que la pareja de Javier tejió para decorar el local y, aunque ya cueste encontrarles sitio, se siguen uniendo mes tras mes nuevos integrantes de ese museo de la memoria. Es de noche, la luz de La Jaula de los 3 Grillos se escapa por los ventanales y cae como un velo sobre la acera de Marqués de San Esteban. Cuesta despedirse de este lugar. Sus clientes más leales tienen su propia consigna, hoy yo me adueñaré de ella: ¡Viva La Jaula!

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