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Crianza
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Podemos realmente alejar a los niños de las pantallas?

Por un lado, queremos evitar que nuestros hijos sufran cualquier tipo de trastorno que les pueda afectar, pero, por otro, tenemos que lidiar con criaturas ansiosas que en todo momento quieren y reclaman su ración de pantalla

Pantallas niños
Martín Piñol

Cada vez aparecen informes más catastrofistas sobre el efecto de las pantallas en niños y adolescentes. Para que no tengamos que leer entero alguno de los últimos, como el estudio del pasado mes de diciembre de la Asociación Española de Pediatría (AEP), a los padres ocupados nos hacen el típico resumen visual que viene a decir: “Hasta los seis años nada de nada, después una hora máximo al día para críos entre 6 y 12 años, y con los adolescentes se amplía a un total de dos horas, pero incluyendo el tiempo escolar y los deberes”. Al enfrentarnos a noticias así, seguro que la gran mayoría de progenitores nos sentimos divididos.

Por un lado, tenemos un sentimiento de protección, y sobre todas las cosas queremos evitar que nuestros hijos sufran cualquier tipo de trastorno que les pueda afectar, ahora o dentro de un tiempo con efecto retardado. Y si los expertos avisan que el uso excesivo de pantallas acaba perjudicando su sueño, el riesgo cardiovascular, el volumen cerebral o la alimentación —así lo indica el informe de la AEP—, hay que ser muy inconsciente para darle el mando de la tele o una tablet a un niño sin ninguna regulación. Pero, por otro lado, también tenemos el sentimiento de protección hacia nosotros, los adultos, que tenemos que lidiar con criaturas ansiosas y pesaditas, que en todo momento quieren y reclaman su ración de pantalla. Y su uso excesivo de berrinches y gritos también acaba perjudicando nuestro sueño y nuestro riesgo cardiovascular, porque si te acuestas con nervios y con mala leche, así no hay quien duerma.

En la película Poltergeist (1982), la niña Carol Anne iba hacia la luz, o, lo que es lo mismo, caminaba lentamente hacia la perdición cuando se acercaba a la tele de la habitación de sus padres. Poco podíamos pensar en esa época que las teles sí que iban a ser un peligro. Más que nada, porque cuando éramos pequeños solía haber una única televisión en cada hogar y el mando a distancia lo tenían los padres. Daría para otra columna comentar el efecto que tuvo en nosotros esas noches de sofá familiar, viendo dramones totalmente adultos. Supongo que a unos cuantos, la fascinación por Yellowstone nos viene de ver Dallas de pequeños. Así que no podemos ignorar a los expertos y juzgar los efectos de las pantallas en la infancia basándonos en nuestros recuerdos de cuando éramos pequeños, porque la situación es totalmente distinta.

Hoy existe una oferta infinita y constante con la que conectar en cualquier sitio, mientras que cuando íbamos de vacaciones en verano podíamos pasar semanas sin ver la tele y nadie se moría. Ahora en toda casa suele haber televisiones, ordenadores, móviles y tablets. Cierto es que en la pandemia no todo el mundo podía conectarse a la vez para hacer reuniones y clases online, pero cuando hablamos de adicción a las pantallas no es porque los niños quieran hacer más clase y ampliar conocimientos.

Los niños aburridos o no atendidos son los que reclaman pantallas en exceso.

Seamos sinceros: hay días que para ir rápido a los críos se les compra bollería industrial y va que chuta. Si estamos cansados y se ponen pesados a la hora de cenar, se hacen unos espaguetis o se pide una pizza sin ponernos a calcular el porcentaje de frutas y verduras que han tomado ese día. Y si tienes que acabar algún trabajo, preparar la cena con tus últimas fuerzas o simplemente ir al lavabo tranquilo sin que te vengan a protestar la horda de descendientes, al final contestarás un resignado “sí” a la incesante pregunta de “¿puedo ver la tele-puedo ver la tele-puedo ver la tele-puedo ver la tele?”. Este conjuro de gota malaya sí que funciona si te lo acaban recitando de manera continua y machacona, hasta que te derrumbas.

Pero es que claro, los estudios avisan del peligro de las pantallas, y también alertan de los daños del azúcar y de la comida procesada, de la polución ambiental, del estrés que nos rodea… La única manera de escapar de todo esto es huir al campo, pero un campo no contaminado por fábricas ni empresas cercanas, comer alimentos puros y contemplar el paisaje como la gran pantalla natural de la existencia. Básicamente, es cambiar vuestro día a día actual y vivir como fugitivos del FBI, durmiendo en cuevas y sin ningún dispositivo electrónico con el que poder rastrearos. Bromas aparte, lo que está claro es que los niños aburridos o no atendidos son los que reclaman pantallas en exceso. Si tenéis un día a día rico en vivencias y en tiempo de familia (o juegos con amigos), esta ansiedad se rebajará a límites agradables y puede que muchos días se vayan a dormir sin su ración de tele o de móvil. Eso sí, si la idea es que hagan actividades para olvidarse de las pantallas, no estés tú en un rincón hipnotizado por el móvil con el scroll infinito de Instagram.

Además, ayuda mucho establecer límites y horarios claros, tipo “la tele solo se ve en el sofá y media hora antes de cenar” o “en la mesa y en la habitación, nada de móviles o tablets.” Y si no, hay un truco infalible: desconecta el wifi o cámbiale la clave si tus hijos ya saben cómo volver a conectarlo. Eso sí, vigila que con tanto movimiento no se estropee el módem, porque si no la ansiedad por falta de pantallas te va a afectar a ti.

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Sobre la firma

Martín Piñol
Escritor, humorista, guionista de televisión y profesor de escritura y comedia. Autor de 35 libros, varios de ellos premiados y traducidos, escribe como colaborador en la sección Mamás&Papás de EL PAÍS desde 2016. En lo relativo a la crianza, no es ni pediatra ni psicólogo ni experto en nada, pero tiene dos hijos y se fija mucho.
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